26 de Noviembre de 1937

26 de Noviembre de 1937

Me despierto a las 7. Los demás, se están preparando para ir a desayunar. Hago lo propio y, enseguida tocan fajina. Las órdenes, a toque de corneta, dan la sensación de retaguardia. Vamos en busca del café que, aquí, es mejor que arriba.
Después de desayunar, vamos al río y nos lavamos medio cuerpo con jabón. Estamos llenos de arañazos. También nos afeitamos. Hemos pasado un poco de frío, pero parece que nos hayamos quitado un gran peso de encima. Lástima que tengamos que volver a ponernos la misma camiseta llena de piojos y huevos de éstos.
He recibido carta de Botella, que, entre otras cosas me dice que se rumorea que van a suspender los permisos. Yo, procuro darme ánimos pensando que quizás sea un rumor infundado, pero un compañero que encontramos paseando, nos dice que de boca del capitán -comandante accidental del batallón- ha oído como decía que los permisos estaban suspendidos.
Claro que se ignoran los motivos que obligan a tomar esta determinación, pero lo cierto es, que la noticia nos ha dejado de piedra. ¡Con el ansia que esperábamos nuestro turno! ¿Será posible que el destino se cebe en nosotros de esta manera? Adiós alegría y adiós ilusiones.
Todos estamos decaídos, pero procuramos animarnos mutuamente pues sabemos que es inútil preocuparse.
Decidimos ir un rato al “trujal”; que así le llaman aquí al sitio donde se prensa la uva. El procedimiento que emplean es antiguo; colocan la uva -ya pisada-, en unos filtros de esparto que luego son apisonados por la prensa gigante de madera con dos brazos que hacen rodar dos hombres. Así, es como dan la última exprimida a la uva. Como siempre, nos invitan a beber. El vino, no puede compararse con el que bebemos en Barcelona, por lo que sólo se pueden hacer un par de tragos pues se sube a la cabeza con gran facilidad.
Por más que insistamos en que nos vendan aunque sólo sea un litro para comer, no hay forma de convencerlos. Nos dicen que aquí podemos beber el que queramos y no nos cobrarán nada, pero vender no pueden, porque están en colectividad y el Comité lo ha prohibido. En vista de ello, les damos las gracias y nos marchamos. Esta noche, no habrá ronda con la bota.
Tocan a rancho, nos vuelve a dar arroz y poco. Menos mal que estamos bien de pan y las tostadas y un poco de chocolate nos resuelven el problema hasta la hora de cenar.
No nos podemos quitar del pensamiento la anulación de los permisos. Y, durante el paseo con Quintanilla y Vilalta, no hablamos de otra cosa.
Ordenan formar la compañía y, nuevamente, nos hacen una filiación que, como las anteriores, no sabemos para que será. Luego, vamos con el cabo furriel, Lon, compañero de Mataró, a dar un paseo. Antes, vamos a la Comandancia del batallón a llevar un estadillo. Allí, encontramos a Nebot -ex-compañero de escuadra-, que está en la oficina del comisario del batallón que nos dice que no hagamos caso de lo que se habla sobre la suspensión de los permisos, pues ya antes de salir los del primer turno, se hizo correr el mismo bulo. Ésto, nos esperanza un poco.
Luego, nos llegamos hasta la escuela del pueblo. Por falta de maestro, se encarga de los pequeños una chica de unos catorce años; haciéndoles algunas preguntas nosotros, a las que ellos responden con un desparpajo impropio de su edad. Luego, y en vista de que la biblioteca no se abre hasta la noche, nos vamos a proseguir el paseo.
Vamos andando, hasta las últimas casas del pueblo. En una de ellas, vemos a una vieja hilando al sol, en un uso antiquísimo. Nos llama la atención pues nos parece cosa del siglo pasado. Charlamos con ella sentados en el pórtico de su casa.
Nos cuenta que está sólo con un nietecito. Este trabajo que hace, es un encargo del comité, pues resulta que las jóvenes, además de que se dedican a otros trabajos, no saben hilar con la rapidez y perfección de las viejas. Estamos con ella más de una hora. Nos cuenta cosas “de la guerra anterior” (debe referirse a la carlista) y hace comparaciones con ésta. Teme mucho a la aviación, a pesar de que sólo una vez han bombardeado el pueblo. Nunca ha salido de Herrera; aquí, ha pasado toda su vida. ¡Y pensar que después de una vida tan monótona, siempre trabajando y sin ninguna distracción, esta pobre anciana no podrá disfrutar de paz y descanso en sus últimos años de vida! Sino por el contrario, debe volver a trabajar como en sus mejores tiempos y, como cuidó a su hijo, debe volver a hacerlo con el nieto. ¡Esta es otra cara de la guerra!
Como se hace tarde, regresamos. Por el camino, comentamos sobre la anciana.
Llegamos a la biblioteca, empezamos a espigar los libros, cada uno según sus gustos. Estamos allí, cosa de una hora. Yo, escojo uno de comedia. Nos toman el nombre y destino y nos marchamos con los libros en el momento que empezaba la clase nocturna. Es para los adultos, hasta hace poco, analfabetos.
Llegamos a punto de ir a buscar el… ¡arroz! Después salimos a la calle, está oscuro como “boca de lobo”. A pesar de ello, comparamos la diferencia de estar aquí, o arriba en el monte. Vamos a leer a casa, pues allí hay menos ruido y se está más caliente. Lástima que con el calor, se despiertan los piojos y pican a rabiar.
El contraste de hoy con ayer es notable. Ayer, todo eran cantos a grito pelado; hoy, reina el silencio.
Poco a poco, nos vamos acostando; yo, soy de los últimos pues no tengo mucho sueño. Cuando me estiro, pienso en la gran diferencia de estar aquí o allá arriba. Y, además, sin tener que levantarse hasta mañana. Y, esa es la vida de los que están destinados en el pueblo.

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