3 de Noviembre de 1937


3 de Noviembre de 1937

A las 5.30 el sargento nos hace levantar. El, ha dormido toda la noche y no ha salido de la tienda absolutamente para nada. Es decir que ha descansado sin tener que mojarse ni enfriarse, con la lluvia que ha caído durante la noche.
Después de enviarnos a recoger leña por los alrededores, encendemos una hoguera a unos metros de la tienda. Aprovechamos para poner a secar las mantas y los capotes.
Dos, se quedan acompañando al de guardia y los demás nos vamos a desayunar a la paridera. Cuando llegamos, aún están todos durmiendo y del café, nada todavía.

El viento, arrastra las nubes y parece que va a aclarar el tiempo. El café llega al fin pero más aguado que nunca. Nos llevamos el de los compañeros que quedaron en la tienda y regresamos.
El sargento, me envía a buscar sal a una posición que está a unos 4 kilómetros. Tomo mi fusil, me lo coloco en bandolera y me lanzo carrascal adelante. Espero que con las indicaciones que me ha dado, podré localizar la paridera. Desde luego, nunca me las he visto tan frescas, en plan montañero.
Durante la excursión, he disfrutado mucho. El camino es casi llano, la vista estupenda y, en el silencio, sólo se oyen cantar los pájaros. La guerra, parece lejana. Y, en realidad, aquí lo está.
Al cabo de una hora, doy con la paridera y me dan la sal. Descanso un poco, mientras charlo con los compañeros. Aquí, hay una sección completa de mi compañía con el teniente Saura y sus sargentos y cabos correspondientes y además el capitán y el comisario. La paridera, es muy grande. La tropa, está cómoda y desahogadamente alojada bajo techo de tejas. El Mando, ha instalado su vivienda en un cuarto aparte, junto a la cocina que es muy grande y está muy bien equipada de cacharros y con una gran chimenea. Puigmal y Ribas, están haciendo de cocineros.

Por el camino de regreso me cruzo con Villalta y Quintanilla que van a llevar el parte de su posición. Por lo que me cuentan, están, poco más o menos tan mal, como en la tienda nuestra. Ayer, recibieron paquetes y me regalan una tableta de chocolate. Después de charlar un rato, nos despedimos.
Como ahora ya conozco el camino, tomo por un atajo en medio de la espesura de carrascas y, cuando menos espero, se levanta una nube de perdices. Y, a poco, un conejo, atraviesa corriendo, sin darme tiempo a apuntarle.

Llego a nuestra paridera y entrego la sal al cocinero. Ya me guardaba los garbanzos del almuerzo.
Aún no he terminado de comer, ya tenemos al sargento que ordena de regreso a la tienda, pues dice que hay que construir trincheras. ¿será posible?.

Al llegar, entro de guardia. Durante el día, el puesto lo hacemos más alejados de la tienda, en un pequeño pico que domina mucho terreno. Desde aquí, se divisa, perfectamente el Moncayo, cuya cumbre está nevada todo el año. Desde aquí la vista es magnífica, pero el cierzo, sopla imponente.
Aprovecho para hacer aquí estas anotaciones, pero me resulta difícil, ya que se me hielan los dedos. También los pies se enfrían mucho y debo pasearme, golpeando con ellos el suelo. Me pregunto, si ahora es así, ¿Que será cuando nieve?.

Cuando más distraído estaba y sin oírle acercarse, llega junto a mí, el viejo pastor del otro día. Va retirando con su pequeño rebaño que, por cierto, sigue el camino con solo la vigilancia del perro. Hoy, puedo observarle de cerca. Por su arrugada y curtida piel, resulta imposible calcular su edad. Me dice: que tiene 60 años y que siempre ha hecho de pastor por estos montes; que ahora, se encuentra cohibido con todos nosotros por aquí; que antes de la guerra se pasaba meses sin bajar al pueblo; que las ovejas, parían aquí arriba muchos corderos, en las parideras que ahora ocupamos.
Le pregunto ¿que comía durante sus largas permanencias aquí en el monte? Y me contesta que muchas cosas: patatas, bellotas, tocino salado y fruta de las viñas de abajo. Que ahora come mejor y cobra más, pero que prefería los tiempos de antes. Y añade: “Y usted perdone pero es que ya soy viejo y no entiendo que a causa de una guerra para defender la libertad, me quiten la libertad que tenía yo y me prohíban llevar a pastar a mis ovejas donde iba antes. Y me quitan la paridera que durante tantos años ocupé”. Y ves que sus ojos se anegan de lágrimas. Se las seca con el dorso de la mano y dice que el frío es la causa de las lágrimas. Pero yo dudo de su sinceridad y creo que se deba a la añoranza de tiempos, para él, mejores.

El rebaño, ya no se ve; se despide con un breve: “Con Dios” y, al poco, desaparece entre las carrascas. Aún me parece oír las últimas palabras que ha pronunciado; palabra que, desde hacía meses, no oía pronunciar, al menos, en voz alta. ¡Dios! ¿que debe pensar El, de ésta nueva versión del Caín y Abel, que estamos dando los españoles?.
Comprobamos que continúa la doble censura del correo; cuando sale de Barcelona y cuando llega a la compañía. A mí, me da igual, pues mis cartas son de mi familia o algún amigo. Pero muchos, las reciben de sus novias o esposas y, el sargento García, hace bromas sobre ellas, lo que demuestra que el, también las lee. Eso, no está bien y creo que traerá líos.

Los libres de servicio vamos a cenar a la paridera. Alli el teniente nos dice, que esta noche, la guardia será sencilla como de costumbre.
El cabo González, me comenta que el sargento García le ha comentado que cree que habrá permisos. Yo, le digo que estas periódicas noticias sobre permisos, me parecen consignas para elevarnos la moral en momentos críticos.

Cuando nos preparamos para regresar, el sargento García le dice al enlace que le recoja los trastos que tienen en la tienda y se los traiga aquí, donde se va a quedar. Y que, dentro de un par de días, le sustituirá el otro sargento. Esto, nos alegra pues, aparte de que en estos dos días tendremos más libertad, el sargento Quintero que nos destinan, es bastante buena persona.

Cuando llegamos a la tienda, encontramos allí a Quintero. Por lo visto el capitán ha anticipado su llegada. Estamos convencidos que nos entenderemos bien con él.

Una vez organizada la guardia de esta noche, nos tumbamos y mientra esperamos que llegue el sueño, tenemos la charla de costumbre. El sargento, interviene en ella, y nos dice que, posiblemente, tendremos permisos. Aprovechamos para hablarle de nuestro descontento por el trato despectivo y hasta diríamos tiránico que recibimos de los mandos de la compañía. Nos habla con una franqueza desacostumbrada en ellos desde que nos hemos incorporado. Nos aclara que este trato, se debe, sencillamente porque ellos son voluntarios desde que se inició la guerra, y nosotros, nos hemos incorporado por haber sido movilizadas nuestras quintas. Le hacemos ver que esta situación, rebaja nuestra moral. El, lo reconoce y también nos “descubre” que existe cierta desconfianza por parte de ellos hacia nosotros, por ignorar si somos o no, leales a la causa que defiende la República. Está de acuerdo en que la culpa es de ellos, por no haber ido pulsando el modo de pensar de cada uno de nosotros. Si en vez de ir a cazar o vivir aislados, tuvieran relación y charlas con nosotros, ésta desconfianza habría desaparecido. Por otra parte, si alguno de nosotros hubiera deseado pasarse al enemigo, en Fuentedetodos, al hacer de escucha nocturna fuera de los parapetos y a pocos metros del enemigo, había sobradas ocasiones para hacerlos. El sargento Quintero reconoce que tenemos razón.
La charla, ha durado casi dos horas, pero ha valido la pena. Hay que reconocer que es el hombre mejor de todos los mandos.

A las 8, apagamos el candil. Hemos podido utilizarlo, porque el sargento, no ha visto inconveniente alguno en que hubiera luz en el interior de la tienda.
Los piojos, vuelven a molestarme. Poco me ha durado el efecto de escaldar la ropa, pero, se comprende que en esta promiscuidad en el dormir, si no lo hacemos todos a la vez, resulta esfuerzo inútil.

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