24 de octubre de 1937

24 de octubre de 1937

A las seis, nos despiertan. Juraría que acababa de cerrar los ojos! Reparten café y pan. El primero, si no alimenta, al menos calienta, pues estamos entumecidos del frío ya que, hace dos días que vamos con la ropa mojada. Además, aun cuando el cielo está despejado, sopla un viento bastante frío.

A las 7’30, llega el relevo. Cargamos todos nuestros trastos; vamos cargados como burros.
Al llegar abajo, a las cocinas del batallón, nos permiten descansar un rato. Luego, vuelta a andar; una hora, diez minutos de descanso. Otra hora y otro descanso igual. A lo lejos, vemos ya el pueblo: esto nos reanima.
Cuando llegamos a las afueras, nos dan orden de alto y descanso, pero con orden de no movernos de aquí. Desde luego la orden, no reza para “ellos”, pues capitán, teniente, sargento y cabos exvoluntarios, se adentran  en el pueblo, dejándonos aquí.

Así pasan las horas. Es la una del mediodía y, por ahora, nadie se ocupa de darnos comida y, el hambre es mucha.
Mientras permanecemos tumbados en las cunetas del paseo  que hay a la entrada del pueblo, hemos visto unos reclutas muy jóvenes. Nos dicen que son de la quinta del 38; es decir que tienen 19 años.

Saturnino, nuestro compañero corneta, que está en municionamiento en este pueblo, se ha enterado de nuestra llegada y ha venido a vernos. Tiene muy buen aspecto; conversamos con él y le comentamos nuestras penalidades, y esto, le apena sinceramente. Nos deja un momento, pues le llaman para comer. Al cuarto de hora vuelve y nos trae medio chusco. ¡Cuánto se lo agradecemos! Mientras comemos el pan Quintanilla, Vilalta y yo, le damos nuevos detalles de nuestras aventuras, y él, de las suyas. Le regalamos jabón, pues nosotros en el frente, pocas posibilidades tenemos de podernos lavar.
Nos dice que se rumorea que nos llevan a Herrera de los Navarros cerca de la provincia de Teruel. ¡Veremos si es cierto!

Como pasa el tiempo y el tiene servicio, debe dejarnos. Nos despedimos con pesar. Cuando se marcha, nos dice que nos cuidemos, pues cuando nos vio, al llegar, no nos reconocía  de tan desmejorados que nos encuentra.

Al fin, nos traen algo de comer; carne rusa y medio chusco. Calentamos la carne en un fuego que improvisamos. Cuando lo terminamos, aun tenemos hambre; nos hacemos unas tostadas con grasa de cordero.
Pasa el tiempo, y seguimos aquí.

A las 5’30, llegan dos autocares; subimos. Cuando estamos todos arriba, nos ordenan bajar. Nos forman  y nos llevan a la cárcel del pueblo. Allí, nos reparten una lata de carne rusa y ora de mermelada, para cinco hombres.

Después de comer, nos tumbamos a dormir. De una casa lejana, nos llegan, amortiguados, los sones de un pasodoble que toca un gramófono. Parece que estamos en retaguardia. ¡Aquí, no les falta nada!

El suelo donde estamos tumbados, es de piedra, pero como estamos rendidos, nos sabe a colchón de plumas. Nadie sabe hasta que hora podremos descansar, de modo que es cosa de aprovechar el tiempo.
¡Pobre soldado de infantería! Es el más apaleado de todo el Ejército. Para él, son los mayores peligros y privaciones!

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